jueves, 21 de octubre de 2010

Destinos Inciertos II

Al día siguiente pareció sufrir una nueva metamorfosis y el caballero se convirtió en mi peor pesadilla, un verdadero demonio sobre la tierra. Siempre traté de ser paciente porque pensé que así volvería a ser el de antes. Comimos lo que quedó de la cena, el recalentado pareció no ser de su agrado.
—Haber si aprendes a cocinar mejor —me recalcó sus palabras—, se notó que a tus padres y a los míos les pareció una porquería.
Cuando me dijo eso dejé de partir el trozo de pavo y bajé la mirada. Estaba segura que la cena fue un éxito, mis suegros se veían contentos, hasta mis padres estaban alegres y eso que peleaban a cada momento.
—Pásame el agua de naranja —me ordenó— el pavo está incomible, está tan reseco que se me queda en la garganta. Sin mirarlo obedecí, tomé la jarra y se la di pero antes de que la tomara en sus manos la dejé caer. De inmediato se levantó y empezó a insultarme mientras traté de disculparme pues fue un accidente, realmente fue un accidente y sentía mucha pena. Y antes de que pudiera darme cuenta tomó con fuerza mi cabello y me empujó contra la mesa.
—¡Bébetelo, pendeja, bébetelo todo!
Empecé a beberlo mientras lloraba, en momentos me daba cuenta que bebía mis propias lagrimas.
Le supliqué que me soltara pero entre más le decía más apretaba mi cabeza contra la mesa. Después de un momento, cuando logró controlarse, me dejó, tomó un trapo y lo arrojó contra su plato.
—Limpia.
Me dijo con mucha tranquilidad y salió del comedor. No quise hacer nada, dejé que se fuera y se tranquilizara mientras limpiaba el desorden. Esa vez fue la primera agresión física de muchas, lo peor de todo es que se lo permitía. Tiempo después se convirtió en algo cotidiano, mis brazos y piernas estaban llenos de moretones espantosos, en el rostro no me golpeaba porque podrían levantar sospechas. Y allí estaba yo, recibiendo un maltrato que nunca esperé, un maltrato, que sé, no merecía recibir. La violencia sólo crea más violencia, decía mi madre, palabras que deseaba que nunca hubiera pronunciado, palabras que se adentraron profundamente en mi mente y ahora me era imposible borrarlas.
Cada vez que le desaprobaba su forma de tratarme, me golpeaba con más firmeza y me decía:
—¡Cállate hija de puta, soy tu esposo y me respetas! Si no te gusta ¿Por qué carajos aceptaste casarte conmigo?
Cada vez que me preguntaba eso trataba de contestarle pero no podía, las palabras no emanaban de mi boca, simplemente se atoraban en el nudo de la garganta. Quería decirle: “Porque te amaba y quería estar contigo toda mi vida”. Pero, eso estaba en tiempo pasado, que lo pensaba y ahora ya no. La ilusión se perdió hacía mucho tiempo y podría ser que nunca regresara, pero yo seguía allí en pie de guerra, esperando a la próxima batalla y soportaba como mártir, los efectos colaterales que mi actitud y la de él traían consigo. Pero estaba próxima a iniciar una nueva batalla y terminar por siempre la maldita guerra sin sentido. Traicionaría las palabras de mi madre como yo deseaba que ella lo hiciera. Cuando en la guerra se ve muy lejana la paz es necesario pelear para evitar perder el último aliento contra un enemigo traicionero.

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